miércoles, 17 de octubre de 2007

115: 75 años de marco antonio montes de oca/ CUARTO ANIVERSARIO

atisbos

El poeta mexicano Marco Antonio Montes de Oca cumplió 75 años el 2 de agosto pasado. Como tantas veces, la fecha pasó desapercibida para el establishment cultural, aun cuando no se trata de un desconocido, pues desde sus inicios fue saludado por Octavio Paz como un sólido valor de la poesía en español. Miembro del grupo poeticista, ha desarrollado una obra intensa y extensa en donde las imágenes no dan cuartel a los lectores. Artista plástico, también, Montes de Oca sigue vigente como autor de una poesía dominada por la pasión verbal, si bien decirlo en esa breve fórmula no alcance a transmitir la magnitud de su trabajo con las palabras.

MARCO ANTONIO MONTES DE OCA: CEREMONIAS DE LA METAMORFOSIS
Jorge Fernández Granados

La vastísima obra poética de Marco Antonio Montes de Oca (México, 1932) se abre con un epígrafe de Friedrich Hölderlin. Se trata del famoso poema titulado A las parcas, en donde se compara al poema con un don divino y al poeta con un dios breve, con un hombre que por una vez alcanza la naturaleza de los dioses y para quien “más no hace falta”. El poema está dirigido, además, a las parcas o divinidades que tejen el destino. El planteamiento de este significativo epígrafe es bastante claro: el poema pertenece, por su naturaleza divina, a un orden inmortal; la vida del hombre, a las parcas, a la desintegración del devenir. El poeta opone el arte del poema a la certeza de la muerte, acaso no para vencerla sino precisamente para celebrar la vida. En todo caso queda claro, siempre según el poema de Hölderlin, que el acto creador es un instante de divinidad en el hombre. Esta convicción, que no deja de estar sembrada de contradicciones pero que al mismo tiempo reaparece una y otra vez en la historia, alcanza una forma extrema y acabada en el romanticismo, atraviesa los siglos de la modernidad y llega hasta nuestros días más como una estrategia de sobrevivencia para quien la profesa que como una vía operativa en el trabajo de la literatura. Aún así, sería equivocado afirmar que se debilita y menos que vaya a desaparecer. Podríamos llamar a esta convicción acerca del origen divino de la palabra el don aurático del poeta.
Marco Antonio Montes de Oca ilustra, como pocos poetas en el siglo XX hispanoamericano, la militancia permanente en la fe de este don aurático. La fe y el ejercicio incuestionable e incuestionado de sus posibilidades. En algún sentido, su obra puede ser vista como un tour de force, una prueba de resistencia ante la posesión de ese don y no tanto como evolución o discurso desde la escritura poética contemporánea, si consideramos que esta escritura se caracteriza en primera instancia por un profundo proceso crítico y por un replanteamiento de sí misma. No hay ninguna duda, por otra parte, de que estamos ante un portento. Ante un hombre envestido como pocos con el don aurático y quien, ademas, decidió llevarlo con plena conciencia a una prueba de fondo.
Como observó Adolfo Castañón: “Desde su primer libro de poemas, Marco Antonio Montes de Oca aceptó la poesía como destino; se tenía o no. De ahí se desprendía una curiosa ausencia de dilema. Si no se había sido llamado, no quedaba más que desentenderse; si lo contrario, entonces todo ejercicio era vano pues de antemano el don existía. En cualquier caso no había mesura ni evolución gradual”.1 Es esta falta de mesura y evolución tal vez lo que pone a su obra en una balanza de desacuerdos que no ha dejado de suscitar polaridades. Si, por un lado, es innegable la altura, el aliento y la belleza de una gran parte de ella, por otro la acumulación intemperada de versos (a los que no les falta brillo sino programa) de su producción hasta la fecha ejerce finalmente un paradójico efecto de desdibujamiento por saturación en el balance de dicha obra. Hacer una buena antología en su caso será más que nunca necesario para tener una lectura más justa o menos abrumadora de esta voz prodigiosa de la poesía mexicana. Con el gran problema de que Marco Antonio Montes de Oca no es un poeta de poemas sino un poeta de versos. El poema no es en él unidad de medida, pues la belleza se halla dispersa como chispazos en las miles y miles de líneas de su trabajo; y a estas alturas su don lírico, hay que decirlo, es más un fenómeno que un ejemplo.
Pero centrándonos en esa parte deveras fulgurante de su obra que vale la pena conocer, en esa plenitud cenital que alcanza en numerosas ocasiones, centrándonos justamente en

Este idioma brutalmente virgen
y no catequizado
que sin pasar por la palabra
salta desde el aullido hasta el canto

Podemos observar que parece haber tres conceptos que la recorren con insistencia: canto, celebración y gracia. El canto materializa o evidencia para Marco Antonio Montes de Oca el don aurático. En su jerarquía creativa la palabra es superior al aullido pero el canto supera a la palabra. Como en el pájaro (otra entidad o figura que usa con frecuencia), en el poeta lo que canta es de alguna manera la luz y sus poderes. Pero no es tanto una luz metafísica como una luz solar, tangible. No es el sol de la razón sino la razón del sol lo que celebra:

El sol de la claridad
Y la claridad del sol
No son lo mismo:
Prefiero la claridad del sol.

Por y para esa luz se manifiesta el canto. Más aún, en cierto sentido el canto es también la luz transfigurada y devuelta:
Dios que estás en el sol únicamente,
que prendes en el vasto cojinete planetario
las verdes agujas de la hierba
[...]
Repitiendo lo que el mundo espera desde su nacimiento:
consumación y belleza.

Luz solar consumada en belleza terrestre. Luz, percepción y canto que son así momentos de una sola metamorfosis. Se diría que el canto sucede porque sucede la luz, que pertenecen a la misma región del ser. Sin embargo, no puede decirse que el canto, como la luz, posean necesariamente un significado que deba desentrañarse. Están ahí como un sostenido deslumbramiento que produce, en toda caso, una belleza inquietante. Son, en el sentido más alto, rebosamientos del ser.
El canto para Montes de Oca no puede ser sometido a utilidad o método de discernimiento alguno puesto que es ofrenda, don absoluto. Hay una continua identificación a lo largo de toda su obra entre el pájaro y su canto con el poeta y su don aurático. Llega incluso a considerar al canto como la morada verdadera del pájaro y al pájaro como una encarnación del canto. De hecho, el título de su obra reunida hasta el día de hoy es elocuente al respecto: Delante de la luz cantan los pájaros.2
En este punto, se sitúa opuesto diametralmente a su contemporáneo de ultramar José Ángel Valente, pues en tanto que para éste la poesía es conocimiento, para el mexicano es reconocimiento. Para el poeta aurático el poema no pertenece a un orden temporal, puesto que es una dádiva del don, una irrupción de la divinidad en el plano terrestre, el poema se sitúa fuera de toda discusión o perfectibilidad. Es visión. Mientras que para Valente el poema es ante todo un espacio de comprensión; lo que converge en él es el pensamiento humano reunido en un orden efímero, rodeado de un silencio que devuelve las palabras a su centro. Es, fundamentalmente, reflexión. Para Montes de Oca es lo divino que toca a lo humano. Para Valente lo humano que toca lo divino.
En 1968 Montes de Oca escribe el que a mi juicio es el mayor de sus poemas, El corazón de la flauta, canto central en torno a la Gracia donde expone con una fe no quebrantada el origen de toda su poesía:

Yo canto y nada más
Esa es mi luz
Ese es mi gozo

Continua celebración genésica que no se agota y que rinde al cabo un tributo a la Gracia misma de su poder, al don del canto. Como percibe Blanca Varela: “Es obsesiva y suntuosa su persecución de la Gracia [...] Es capaz de deslumbrarnos y de llenarnos de la mejor fatiga”.3 Para el poeta mexicano el poema siempre “comienza pero no avanza”, sucede en un estado edénico que se repite como un rito cada vez que se le invoca. No va a ninguna parte ya que es todo él perpetuidad y se cumple en sí mismo. No podría ser de otra manera puesto que proviene de una ofrenda. El canto no es algo que sucede sino algo que se manifiesta, algo que pertenece, como en el poema de Hölderlin, a los dioses y bajo su gracia el poeta vive un instante de semejanza con la divinidad. En este sentido, como observó el crítico José Antonio Montero, y a pesar de las apariencias, Montes de Oca está más cerca del creacionismo de Vicente Huidobro que del surrealismo de André Breton.4 Lo que confiere su identidad al poeta no sería una actividad mental o una particular manera de ver o trastocar el mundo y sus relaciones -como en el surrealismo- sino la semejanza con la divinidad que se lleva a cabo en el proceso creativo. La obra así creada sería por lo tanto el lugar de un intercambio entre el hombre y fuerzas del mundo que lo superan. Por este mismo concepto, la metáfora del don aurático es el fuego. Como en el mito de Prometeo, el fuego pertenece a los dioses y las manos del hombre no pueden conocerlo sin quemarse: “La belleza es un incendio reconocible y quieto”.
Pero, tal vez precisamente por el asombro ante esta Gracia recurrente, ante este prometeico fuego verbal tantas veces pedido como obsequiado, la demasía era necesaria para conocer las fronteras del don aurático. En la prueba de resistencia a que ha sometido a su propia creatividad Montes de Oca parece abrigar como un deseo recóndito de desafío. Conocer hasta dónde podía ser llevado el instrumento del idioma en la aventura de una multiplicación de sus potencias metafóricas; aventura que excede por mucho la operatividad comunicativa y que se sitúa directamente en los límites históricos del discurso poético. El cuerpo completo de su obra consigna una frontera. Si Góngora propuso una oblicuidad vertiginosa para el lenguaje, Montes de Oca lo somete a una sobrecarga, a una porosidad imaginativa donde todo puede atravesarlo en una delirante metamorfosis. Ámbito límite dentro del cual la mayor parte de sus fronteras lógicas parecen abolidas.

Notas
1 Adolfo Castañón, Arbitrario de literatura mexicana. México, Vuelta, 1993, p. 381.
2 Libro que reúne su trabajo poético de 1953 a 2000, México, Fondo de Cultura Económica, 2000.
3 Blanca Varela, “Reseña a Pedir el fuego”, El fuego y todos sus riesgos (1968).
4 José Antonio Montero, “Crítica a Fundación del entusiasmo”, en Excélsior, 1964

Espéculo, Universidad Complutense de Madrid, núm. 29, www.ucm.es/info/especulo/numero22/mdeoca.html

UN POETA METAEUFÓRICO
Armando Oviedo

L
a práctica del poema extenso ha corrido con buena fortuna en el siglo que concluye. Como un símbolo de este siglo desmesurado y abarcador, expansivo e inquieto, el poema largo tiene aún mucho que decir y continúa diciéndolo. Pensemos en esos poetas que discurrieron con su poemarío como T. S. Eliot, Saint John-Perse, Ezra Pound; y entre nosotros los monumentales poemas Muerte sin fin, de José Gorostiza, y Piedra de sol, de Octavio Paz.
Relativamente pocos poetas mexicanos le apuestan y ganan a un poema total que abarque sus inquietudes. De los pocos que no sólo escriben uno sino que reinciden y ponen en circulación uno tras otro es el inquieto Marco Antonio Montes de Oca (1932), poeta que le entra al toro para situarse en los cuernos del sol, porque no le basta la luna.
Poeta que aspira a la totalidad, Montes de Oca se desborda y se desdobla constantemente. Acusado de excesivo e incontinente para volcarse en los versos, debemos decir en su defensa que es más que metafórico, metaeufórico y quiere construir un mundo más vasto con frases nunca antes dichas. Cierto que tiene muchos libros publicados y que incluso con la práctica de la pintura y la escultura quiere trastocar la naturaleza.
Esta avidez poética le viene de aquella lejana postura del Poeticismo que reunía, además del autor de Ruina de la infame Babilonia, a Javier Wimer, Eduardo Lizalde, Enrique González Rojo y Arturo González Cosío (habría que situar en ese tiempo -1952, más o menos- a otro desmesurado llamado Porfirio Muñoz Ledo, a quien Montes de Oca le dedicó el poema "A ras de cielo"). El poeticismo -que el discreto participante Manuel Mejía Varela dio en llamar "neogongorismo que se porta mal"- era más que una ideología, escuela o tendencia, una cuestión estética. Esta preocupación fue la que mantuvo Montes de Oca. No renegó de sus primeras influencias como Xavier Villaurrutia, José Gorostiza y Octavio Paz. Montes de Oca tomó del Poeticismo, tema ampliamente tratado por Eduardo Lizalde en su Autobiografía de un fracaso, lo más valioso para él: un método de trabajo, cosa que olvidan los escritores de fin de semana. El escritor de Contrapunto de la fe sabía de la existencia de la inspiración pero también supo que de aparecer aquélla, lo debería encontrar trabajando; fruto de ello es tanta y tan variada producción de libros.
Si tuviera que elegir entre todos los libros publicados de Marco Antonio Montes de Oca no eligiría uno porque no es posible hablar de desarrollo en su obra debido al crecimiento y profundización que el poeta hace a través del lenguaje que presenta como destellos, incendios, luzazos. Pero un centro luminoso, un árbol de luz, un camino amarillo que nos podría guiar en ese "páramo de espejos" donde el sol se refleja, es por medio del poema largo que está diseminado en varios de sus libros, que es motivo de sus títulos pero que conservan una unidad en Poesía reunida 1953-1970, reunión calculada (los poemas están ordenados alfabéticamente por medio del título) que forma un libro de calendario solar.
La arquitectura de los poemas largos como A la custodia del reino natural, Bajo la tórrida ceremonia sin eclipse, Contrapunto de la fe, El corazón de la flauta o Ruina de la infame Babilonia permite encauzar una serie de imágenes que nacen de la vista que nace del amor. No hay que olvidar que Montes de Oca es muy observador y donde pone el ojo descubre y escribe la imagen.
Eufóricos, tristes, resplandecientes, dolorosos, estos poemas le imprimen a la poesía mexicana un tinte diferente que cuestiona el tono menor y discordante de nuestra poesía. Quizá otro poeta que hizo del verso un río y está a la altura de este procedimiento inusitado sea Jaime Reyes (1947-1999), aunque con menos libros, desde luego.
Los poemas largos de Montes de Oca son pequeños universos luminosos, relámpagos con aspiraciones de más luz; todos poseen una armazón lírica grave, a manera de confesión, y se desarrollan en la espesura de una selva barroca. Son poemas que se enfrentan al mundo y lo cuestionan en su débil realidad tridimensional. El poeta propone otras salidas y dispone otras entradas en esta realidad porosa; para Montes de Oca la luz es un problema metafísico que no lo sume en la melancolía sino lo pone tristemente eufórico y contradictorio o lo vuelve adicto a lo contrario: "Me duele que la vida no me duela".
El poeta sabe que no le basta este mundo para ser feliz o sumirse en el escepticismo de lo incompleto: el poeta es un arquitecto de su propio destino hecho de palabras explosivas. El poeta no espera demasiado de este paraíso perdido por desesperado y no recuperado por negligencias humanas pero se esfuerza por colocar la palabra luminosa y en la que "la estratosfera es el primer cimiento" del cielo.
La construcción aparentemente dispersa, que no desigual, de los poemas de Montes de Oca es un motivo controlado; así lo afirma en el poema en prosa "Consejos a una niña tímida o en defensa de un estilo", que puede tomarse como una declaración de principios y que dice: "Me gusta andarme por las ramas. No hay mejor camino para llegar a la punta del árbol. Por si no bastara, me da náuseas la línea recta; prefiero el buscapiés y su febril zigzag enflorado de luces_ ¡Al diablo con las ornamentaciones exiguas y las normas de severidad con que las academias podan el esplendor del mundo!".
Hay que pensar que a Montes de Oca le preocupan la estructura general de un poema y de un libro. La presentación tipográfica (basta con ver sus poemas ideográficos), la formación de su incesante poesía reunida para acercarse a las intenciones de un poeta que busca atrapar la luz y exponerla por medio de un riguroso equilibrio verbal que se invoca pero que también es una ofrenda. Ahora bien, ¿esta actitud no domesticable de su poesía tanto en su exposición como en su no presentación definitiva, no hace que su obra escrita hasta ahora sea un solo poema? Sus libros son siempre cambiantes, modelados por la disposición elegida o la recopilación sugerida; modula el gran angular que acepta las variaciones de la luz que abre o cierra el ojo "a las cero en punto".

Etcétera, enero de 2000, www.etcetera.com.mx/2000/362/ao362.html
testimonios

TAREA SIGILOSA
Cuelga el paraíso
Racimos de ojos,
Yo contemplo lo mirado
Le fijo límite a la inmensidad
Con una mirada color de pausa
Entre el combate y la muerte,
Igual que un círculo de carretas
Acosado por flechas de fuego
Y nativos que dan vueltas
Con el filoso número siete de sus hachas.
Este follaje de ojos ilumina y es iluminado ¿pero qué puede un catalejo frente a la contemplación de una gota de agua donde vive un pétalo mínimo?Cuando mira el corazón a sí mismo se contempla,
Cuando mira el ojo el ascua en vuelo tiene más futuro que un rescoldo en la chimenea. Así las cosas, así todo, prefiero la nutrición secreta del sueño, la película de sangre que hace transparente a un cuadro de Van Gogh, olvidado y reconocido, seguro subsuelo en que la hoja crepita como el ocaso de mi cuerpo en el lago, en el manto freático que sorbe la sal de mis lágrimas, pero libera el líquido pleno de visiones sin orilla, sin ida ni vuelta, sin verdadero cuerpo ni verdadera sombra, éxtasis crecido como una semilla del pecho batiente y habitado por un solo amor que es huracán en la periferia y brisa de arcoiris en el centro de lo visto invulnerable después de poseído. Más milagro fue que yo no me quedara ciego ante flores de vehemencia en danza perpetua sobre el espíritu quemado, vuelto aire sin contagios, carne de la imagen lluviosa sobre la estación reverdecida. Más milagro fue la paciencia que blinda lo mirado y la mirada porque la contemplación hace su tarea sigilosa, me instala en mí mismo: soy todo lo que miro, piel y médula del espacio sumado a lo que vuela sobre el país futuro ya nacido, ya vivido

DON DE LENGUAS
Para Héctor Manuel Ezeta

Mi boca, horno de cada nombre,
encadena cada sílaba,
impulsa la emisión verbalcomo estela corrediza
que me lleva inmensidad adentro,
fardo palpitante, agolpada incandescencia
donde apenas el alma sobrevive
sólo porque el estremecimiento
no llega a ser recuerdo,
pero sí botón de arranque,
don de lenguas que modula
palomas de aire,
criaturas vivas, no palabras,
ángeles que liman la distancia
y exhalan gotas
con leyes propias,
esferas con el universo adentro,
frases pulidas
como los huesos de la noche,
calabazas que al fin maduran
y esparcen como un sahumerio
gérmenes de dioses
a los cuatro vientos

CONSEJOS A UNA NIÑA TÍMIDA O EN DEFENSA DE UN ESTILO
Man be my metaphor
DYLAN THOMAS

Me gusta andarme por las ramas. No hay mejor camino para llegar a la punta del árbol. Por si no bastara, me da náuseas la línea recta, prefiero al buscapiés y su febril zigzag enflorado de luces. Y cuando sueño, veo frontones apretujados de joyas donde vegetaciones de relámpagos duran hasta que enhebro en ellos conchas tornasoladas en el más profundo gozo. ¡Al diablo con las ornamentaciones exiguas y las normas de severidad con que las academias podan el esplendor del mundo!
Y tú, niña mía, no vengas a lo de ahora en la noche con un frugal listoncito en el corpiño y las manos desnudas. Quiero ver sobre la parva cascada de tu pelo, esa tiara de ojos verdes que hurté para ti cuando el saqueo y la sinrazón tiranizaron mis sentidos e irguieron en el osario las clarinadas del escándalo. Atrévete a venir vestida de exultación y de verano. Y si al pensar en los riesgos te inquietas, no hagas caso, piérdete en cavilaciones sobre la estructura íntima de Andrómeda. Levanta el cuello de tu abrigo. Mira de arriba abajo como una estrella desdeñosa. Y cuando estemos lejos de este mitin de notarios castrados, cuando tu cauda de vajillas rotas les haya perforado los delicados tímpanos, tú y yo nos complaceremos como nadie en un ramo de flores rústicas.

CON LOS OJOS CERRADOS
Oigo la canción que nace
En el nido de la nebulosa,
Oigo al poema, música pensada
Entre la yerba y la piel del mundo,
En el silencio tatuado sobre mi espalda
Como estigma centelleante
Sobre una hoja que despliega el vuelo y reverdece.

PLENITUD CON TESTIGOS
Bebes copas de viento
Junto a una margarita
Como pandero blanco
Entre fuentes que despiertan de pie
Sobre el agua deshojada.
Bebes blancor bullicioso
Tras un racimo de espejismos
Sin que tengas preferencia por ninguno:
A todos los apuras en un parpadeo
Y ya no entenderé lo que cantas
Y me irritar por no saber tu idioma
De lámpara descarnada
O luz sin médula.

VERDAD DESCONOCIDA
No entiendo cómo cabe tanto cielo
Entre tus manos juntas.
Se borra la borrasca
Y otra versión de Adán
-La verdadera-
Sale de tu costilla.

DOMICILIO DESCONOCIDO
El verdor es un cuerpo que respira.
El orbe no alcanza
Para darle patria
A las poblaciones de la almohada
Cuando la creación camina
Balo el lanzazo
De la mirada inteligente.

CARGAMENTO
Camino encorvado por mi carga de fantasmas.
Siento que no haya sangre sino humo en mis entrañas,
Pero cómo pesa, cómo hunde la pisada de cada pie hasta volverla abismo.
Cambio mis fantasmas por una tribu de ranas y zarigüeyas,
Cambio mis fantasmas por un séquito de leones y remolinos;
Los cambio en verdad por un plato de lava caliente.
Se hizo arrojadizo el corazón y yo te lo envío
Antes de que tanto fantasma me vuelva bruma las serviciales médulas.

Que un rayo parta al rayo mismo.
Que la luz de adentro fluya entre mis labios
Como un bosque de miel para ti que no pesas,
Para ti que no eres lastre que inventa jorobas para los recién nacidos.

Vuelve a la carga mi batallón de flores.
En la hostia una pequeña fractura denuncia la sangre divina.
El cielo y la tierra se juntan hasta que sólo los separa
Un álamo que agita su follaje como un pandero.
Ya me vence mi muerte, los fantasmas atan mi cuerpo
En profundos esqueletos de coral.
Doy vueltas a la noria, conozco mi deber de esclavo,
Pero no conozco a mi dueño, ni sé por qué estoy aquí.
zonas

EL RETORNO A MÉXICO DEL POETA CHARRY LARA
EDUARDO GARCÍA AGUILAR

Discípulo de los principales poetas de la española generación del 27, con una obra breve pero clave en Latinoamérica, el poeta colombiano Fernando Charry Lara retornó en 1993, a los 73 años de edad, y 40 años después, a la Ciudad de México, donde compartió con viejos amigos y jóvenes admiradores que lo homenajearon en varios lugares del centro histórico capitalino.

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iscípulo de los principales poetas de la española generación del 27, con una obra breve pero clave en Latinoamérica, el poeta colombiano Fernando Charry Lara retornó en 1993, a los 73 años de edad, y 40 años después, a la Ciudad de México, donde compartió con viejos amigos y jóvenes admiradores que lo homenajearon en varios lugares del centro histórico capitalino. Acababa de asistir a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que en esa ocasión estuvo dedicada a Colombia.
Autor de los poemarios Nocturno y otros sueños -prologado en 1949 por el Premio Nóbel Vicente Aleixandre-, Los adioses” (1963), Pensamientos del amante (1981) y de una amplia obra crítica sobre poesía latinoamericana en la que se destacan Lector de poesía (1975) y Poesía y poetas colombianos (1985), Charry Lara encontró intactos ciertos lugares que visitó en 1953 en la entonces llamada por Carlos Fuentes la “región más transparente del aire”. Con su negra boina española, el humor y la lucidez a flor de piel y la elegancia excéntrica de los viejos poetas bogotanos, Charry recorrió kilómetros de calles coloniales, respiró hondo en el ex convento de las Jerónimas, donde vivió Sor Juana Inés de la Cruz y visitó la discreta tumba de Hernán Cortés.
En los años 40 Charry tuvo amistad con el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón (1904-1992) y el colombiano Aurelio Arturo, quienes lo animaron a solidificar una propuesta poética que pasa las décadas intemporal y ligera como las obras clásicas. Cardoza y Aragón, primer dadaísta latinoamericano y renovador de la poesía continental, le tenía una gran estimación y una vez me dio un ejemplar de su libro André Breton atisbado en la mesa parlante para que se lo llevara a Bogotá, encargo que me dio la feliz oportunidad de verlo por primera vez, visitar su oficina en la esquina de la séptima con calle 18 y escuchar su relato del sepelio de José Eustasio Rivera, mientras caminábamos por la séptima, la décima y la trece, en ese centro bogotano que ya no tenía nada que ver con la ciudad parroquial conocida por los poetas mexicanos José Juan Tablada, Carlos Pellicer y Gilberto Owen y las generaciones colombianas de "Los Nuevos" y "Piedra y Cielo".
De él dijo Aleixandre que en su poesía, “que parece arrastrada en el vasto aliento de la noche tentable”, están presentes “los temas eternos del hombre” como “el amor, la esperanza, la pena, el deseo y el sueño”. “Blanca taciturna”, “El verso llega de la noche”, “Nocturna lejanía”, “Cuerpo solitario”, “Llanura de Tuluá” y “Rivera vuelve a Bogotá” son algunos de los poemas ya clásicos de este escritor que en el céntrico café La Ópera nos habló sobre Herrera y Reissig, Pedro Salinas, Luis Cernuda y Rosalía de Castro, entre otros poetas, mientras apurábamos con él copas de vino o tequila.
El día anterior había encontrado intacto, como hacía 40 años, el modesto y tradicional restaurante “Casa Rosalía”, situado en la Avenida San Juan de Letrán, a donde fuimos con él William Ospina y yo tras una búsqueda minuciosa entre las callejuelas del centro histórico de ese lugar entrañable para él. Ahí nos dijo que lo encontraba igual, incluso con las mismas vajillas e idénticas meseras de cofia y estrafalarios faldones almidonados, que lo atendieron como cuando era un joven poeta colombiano feliz en México.
Después fuimos con él al “Café París”, sede en los años 30 y 40 de los “Contemporáneos” y otros discípulos más jóvenes como Octavio Paz, así como lugar de encuentro con Antonin Artaud, Vladimir Maiakovski y Sergei Einseintein durante sus viajes a México. “Por aquí vi a José Vasconcelos salir de una limusina, allí vi caminar a Martín Luis Guzmán y a Alfonso Reyes, pero fue en el café Bellinghausen de la Zona Rosa donde hablé con Luis Cernuda, quien me ofreció su generosa amistad”, nos decía Charry Lara mientras caminábamos. Pasaron por sus ojos el colegio de San Ildefonso, que inspiró un nocturno del Nóbel Octavio Paz, así como la plaza de Santo Domingo donde hallaron a la Coatlicue (sic), la diosa vestida de serpientes, el Palacio de Iturbide, la Ciudadela donde fue asesinado el presidente Madero, y las celdas de las monjas del claustro de Sor Juana.
Amoroso, enamorado y amigo feliz, Charry Lara fue al lado de Enrique Molina, Álvaro Mutis, Vicente Gerbasi, Gonzalo Rojas, Emilio Adolfo Westphalen y Octavio Paz, entre otros, una de las voces importantes de la poesía latinoamericana del siglo XX. Su reflexión sobre obras poéticas o la obra de sus contemporáneos era de gran rigor y en cada uno de sus ensayos desplegó el amplio conocimiento de la poesía de todos los tiempos, sus movimientos y tendencias.
Desde su sede en el Hotel Ritz de la calle Madero, donde vivió el beatnik William Bourroughs, Charry Lara se trasladó al "Danubio", un restaurante tradicional donde lo esperaban para homenajearlo viejos y jóvenes amigos mexicanos que sacaron la casa por la ventana y paralizaron el lugar en un diluvio de copas de whiski, tequila, vino y todas las exquisiteces marinas. Durante horas de brindis encabezados por el joven poeta y ensayista Vicente Quirarte, y el viejo amigo de Charry Fausto Vega, una docena de escritores celebramos ahí el retorno del poeta. La mesa estaba llena de percebes, ostras, mejillones, calamares, pulpos y otros productos del mar.
Al terminar la fiesta acompañamos a Charry por las calles coloniales, con la “saudade” de su inminente partida a Bogotá.. Reinaba la penumbra de la medianoche bajo los faroles y como el maestro estaba algo subido de copas, llegó al hotel apoyado en brazos de Jorge Bustamante García y William Ospina, pero como si fuera el más joven de todos. Es una imagen inolvidable la que vibra todavía en la Avenida Madero, pues la poesía flotaba en el aire y nos iluminaba la inmensidad de su alegría. La última vez que lo vi fue en 2003 en Yerbabuena, en el Congreso Internacional de Poesía organizado por el Instituto Caro y Cuervo. Un año después, en 2004, murió en Estados Unidos. Había nacido el 14 de septiembre de 1920, o sea que era un perfecto y feliz exponente del etéreo signo zodiacal Virgo.

La Paria, Manizales, Colombia, 27 de agosto de 2007, www.lapatria.com/Noticias/ver_noticiaOpinion.aspx?CODNOT=19884&CODSEC=13

A LA POESÍA
Al soñar tu imagen,
bajo la luna sombría, el adolescente
de entonces hallaba
el desierto y la sed de su pecho.
Remoto fuego de resplandor helado,
llama donde palidece la agonía,
entre glaciales nubes enemigas
te imaginaba y era
como se sueña a la muerte mientras se vive.
Todo siendo, sin embargo, tan íntimo.
Apenas una habitación,
apenas el roce de un ala o un amor que atravesase noches,
con pausado vuelo lánguido,
con solamente el ruido, el resbalar
de la lluvia sobre dormidos hombros adorados.

Sí, dime de dónde llegabas, sueño o fantasma,
hasta mi propia sombra, dulce, tenaz, al lado.
Así asomas ahora,
silenciosa,
tal entre los recuerdos
el cuerpo amado avanza
y al despertar, a la orilla del lecho,
entre olvido y años,
al entreabrir los ojos a su deslumbramiento,
hoy es sólo
la gracia melancólica que huye,
invisible hermosura de otro tiempo.

No existe sino un día, un solo día,
existe un único día inextinguible,
lento taladro sin fin royendo sombras:
¡No soy aquel ni el otro,
y ayer ni ahora soy como soñaba!
Qué turbadora memoria recobrarte,
adorar de nuevo tu voracidad,
repasar la mano por tu cabellera en desorden,
brazo que ciñe una cintura en la oscuridad silenciosa.
Ser otra vez tú misma,
salobre respuesta casi sin palabras,
surgida de la noche
con tristes sonidos, rocas, lamentos arrancados del mar.

Tú sola, lunar y solar astro fugitivo,
contemplas perder al hombre su batalla
mas tú sola, secreta amante,
puedes compensarle su derrota con tu delirio.
Míralo por la tierra vagar a través de su tiniebla:
crúzalo con la espada de tu relámpago,
condúcelo a tu estación nocturna,
enajénalo con tu amor y tu desdén.
Y luego, en tu desnudez eterna,
abandóname tu cuerpo
y haz que sienta tibio tu labio cerca de mi beso,
para que otra vez, despierto entre los hombres,
te recuerde.

De Los adioses, 1963

Sitio oficial de Fernando Charry Lara: http://www.fernandocharrylara.com/

LA PÉRDIDA DE LO SAGRADO
ESPERANZA LÓPEZ PARADA

El colombiano Giovanni Quessep mezcla fábula, pericia, emoción y mitología en Metamorfosis del jardín. Un libro de poemas que establece correlatos con los problemas de su país en un tiempo distinto, que no pasa ni discurre progresivamente.
En el jardín del Edén, Adán hablaba en verso con Eva. La creencia oriental que lo suscribe concede primacía al poema en el trazado genealógico de las lenguas humanas. Esta visión originaria del verso como la forma paradisiaca de la comunicación en el inicio del mundo quiere perpetuarse en aquellas poéticas que restablecen la relación de mito y palabra, y viene a cumplirse con especial dedicación en la obra de un poeta "descatalogado" e "inaudito" por la peculiaridad de su imaginario. Al margen de estéticas modernas, experimentales o nacionales, el colombiano Giovanni Quessep (Sucre, 1939) despierta adhesiones y extrañezas, ya que su escritura -una sutil mezcla de fábula, pericia, emoción y mitología- ha pasado desapercibido, en parte por la suavidad de su puesta en práctica y la elegancia de su economía de medios, en parte por la sutil audacia de su propuesta.
Quessep es discreto, huye de las manifestaciones rotundas, de las concesiones a los dogmas de la moda, las declaraciones de efecto, los deberes retóricos o la fingida espontaneidad del descuido. Su revolución resulta interna, se da en sordina, con un comportamiento ni virtuosista ni publicitario, ni radicalmente gestual ni desordenadamente anarquista.
Y su revolución resulta íntima, interna al verso, porque es más nostálgica que estilística, remite sin complejos a la pérdida de lo sagrado, de lo tutelar mítico en la codificación de los hechos del hombre y apela a la falta de dioses en el tejido verbal del poema que fue ancestralmente su región.
Por una apelación tan comprometida, su poesía se levanta sobre un extraño lugar, un lugar arcaico que suena trasnochado en los oídos de sus detractores. Quessep es acusado de haber sobrevivido a las vanguardias sin daños mayores para despertar, modernista y pasatista, de un pesado sopor decimonónico que le ha dejado resabios formales y desfasadas habilidades rítmicas: en definitiva, un retrógrado melancólico con difícil ubicación en la creación de su país y de su momento, cuyo máximo arrebato de actualidad consiste en incluir tonos a lo Juan Ramón Jiménez -el del principio- y afirmar la mirada reminiscente en cuanto único futuro.
Los que lo quieren y lo leen tratan de salvarlo rebuscando los justificadores elementos biográficos de sus metáforas, demostrando el entronque de su panteón en una realidad firme y en una vida apasionante. Lo hacen -como ejemplifica el documentado y bello prólogo de Nicanor Vélez en esta edición- liberándolo del escapismo y la extravagancia con que ha sido leído, estableciendo correlatos con los problemas de Colombia y certificando las condiciones de verdad e incluso de referencialidad de títulos como Duración y leyenda (1972), Muerte de Merlín (1985), Brasa lunar (2004) o el inédito Las hojas de la Sibila (2004-2006).
Todo ello valdría de tarea imprescindible, si entendemos la poesía en tanto reproducción derivada de lo existente y no como su matriz, la mecánica privilegiada a la que corresponde la elaboración de lo que convenimos en considerar real. Desde esta perspectiva, su escritura no necesita otra defensa que su voluntad instauradora, constructiva: está para crear, repoblar, levantar paisajes, jardines y desiertos, no sólo para retratarlos. Su condición "activa" -que no fictiva- se percibe en el modo personal y autónomo con que el poema decide sus coordenadas, el punto de arranque de su voz. La escritura de Giovanni Quessep elige un territorio legendario para situarse, en la medida en que lo legendario alude a la letra, es lo anterior relatado que merece ingreso en lo legible, en "lo que debe leerse". El poema acepta una tradición fabulosa y fabulada como espacio donde morar.
Evidentemente algo así no se obtiene sin un riesgo que la labor de Quessep acepta sin pararse en cálculos. Existe, por ejemplo, una cierta anacronía, un tiempo distinto que no pasa ni discurre progresivamente. En vez de la linealidad de la historia y del presente, el poema en Quessep funciona como un palimpsesto: cree que todo se repite y revela, debajo suyo, las otras formas iterativas con que antes se nos ha ofrecido. Un verso tan sólo dibuja la manera nueva de un eco previo, igual que una hoja seca sonaría "con el rumor de las praderas antiguas". Y la mitología, básicamente conciliadora, contagia el texto con ese timbre suyo despolitizado, no dialéctico, no circunstancial, no cronológico, hasta hacernos recordar algo raigal, pero obligadamente genérico y distante.
A cambio, la obra de Quessep alcanza altas dosis de sensibilidad. Para Cassirer, un mito es una unidad mínima de emoción, una estructura pasional vinculada intensamente a aquello que fabula sólo desde los sentimientos. Por eso, se asemeja al poema y con ese fin Quessep podría integrarlo en él, porque estimula afectos, despierta experiencias antiguas, espolea sentimentalidades. El mito funciona en cualquiera de sus textos en tanto sustrato inconsciente, visión ajena a partir del cual dicho texto se levanta. Esto es, el mito como operador emocional constituye el fondo sobre el que la poesía de Quessep organiza enteramente sus pasos elocutivos. Que entonces parezca primitiva y soñada, lejanísima y perfecta es un peligro digno de afrontarse, al lado de esa cantidad de sensaciones anteriores que es capaz de convocar para nosotros.

Babelia, supl. de El País, 25 de agosto de 2007

METAMORFOSIS DEL JARDÍN. POESÍA REUNIDA (1968-2006), DE GIOVANNI QUESSEP
SANTOS DOMÍNGUEZ

Por primera vez se reune la obra poética de Giovanni Quessep, el poeta más notable de la poesía colombiana del siglo XX. Quessep es un caso ejemplar en el que podemos ver con nitidez que la poesía es la fusión de realidades múltiples que toman un solo cuerpo en el poema. Su imaginario poético es un rico cruce de culturas en el que se funden, de forma natural, la realidad colombiana, sus orígenes (padre libanés y madre bogotana), su pasión por la literatura árabe, la poesía de los siglos de oro español, Alicia a través del espejo, la novela artúrica, Homero, El Quijote, Cien años de soledad, los poetas italianos -de Dante a Montale-, Rubén Darío... El cruce y la fusión de todas estas realidades se proyectan con inusual intensidad en los once poemarios recogidos.

Casi desconocido en España, en donde no había sido editado ningún libro suyo hasta ahora, Giovanni Quessep (1939), ocupa con Álvaro Mutis, Darío Jaramillo o Juan Gustavo Cobo Borda, y probablemente por encima de ellos, un lugar fundamental en la poesía colombiana del siglo XX.
Lo recuerda Nicanor Vélez en el prólogo que ha preparado para esta edición de su poesía reunida (1968-2006) en Metamorfosis del jardín, un libro deslumbrante que incorpora un inédito escrito entre 2004 y 2006, Las hojas de la Sibila. Lo acaba de publicar Galaxia Gutenberg /Círculo de Lectores simultánemente en España y Colombia.
De origen árabe, Quessep, como uno de aquellos comerciantes sirios o turcos que aparecen en las novelas de García Márquez, es hijo de un libanés emigrado a Colombia. Y más allá del mero mestizaje personal que le hace conjugar la tradición española con la poesía árabe, su estancia de dos años en Italia marca profundamente los intereses poéticos de quien, con los otros autores de su edad, renovó la poesía colombiana del siglo XX.
“Soy un cruce de culturas” ha declarado Quessep alguna vez. Y así es su poesía. Una poesía de encrucijada entre culturas, influencias y tradiciones, su autor ha sido acusado a menudo en su país de practicar una poesía evasiva, de ignorar la realidad en una actitud que recuerda al modernismo y que lo situaría en su estela anacrónica.
Nada más superficial, más injusto ni más falso, porque Quessep va más allá de la superficie libresca, de la alusión culturalista, para construir con ellas un correlato figurativo, una metáfora alusiva a una realidad interior y profunda, marcada por el tema constante del tiempo.
Fusión de culturas, historia y leyenda en una espléndida revisión del Carpe diem, con un tiempo que colecciona mariposas en La alondra y los alacranes, uno de los mejores poemas de uno de sus mejores libros, Duración y leyenda (1972):

Que estás en un lugar de Sudamérica
No estamos en Verona
No sentirás el canto de la alondra
Los inventos de Shakespeare
No son para Mauricio Babilonia
Cumple tu historia suramericana
Espérame desnuda
Entre los alacranes
Y olvídate y no olvides
Que el tiempo colecciona mariposas

Hay poetas -ha dicho Darío Jaramillo- que, desde su primer verso, poseen un lenguaje propio por el cual filtran su realidad. Quessep es uno de estos: un lenguaje.
Y no sólo ese lenguaje propio, claro, sino una realidad filtrada a través de una serie de temas: la temporalidad y el olvido, simbolizados en unas nubes que son otra/de las formas del tiempo; la sensación de exilio, la vivencia del poeta como un extranjero que recuerda a Jabès en este fragmento del Canto del extranjero (1976):

Cómo entrar a tu reino si has cerrado
La puerta del jardín y te vigilas
En tu noche se pierde el extranjero
Blancura de isla

Pero hay alguien que viene por el bosque
De alados ciervos y extranjera luna
Isla de Claudia para tanta pena
Viene en tu busca

O el jardín y el pájaro que inauguran el que quizá sea su mejor libro, el excelente Un jardín y un desierto (1993), donde aparecen poemas como “Hiedra”:

Destino de la hiedra
que va aferrada al tiempo, al blanco muro:
penetrar en la piedra
y revelar los lirios de lo oscuro.

¿Qué silencios persigue?
¿De qué músicas huye?
¿No hay ala que hacia el cielo la desligue?
Vuela un pájaro en torno, el agua fluye.

Jardín y desierto que se convierten en metáforas de la escritura, como en este “Jardín final”:

Jardín final: al cielo
renuncia el girasol que se desdora.
Perdida en su desvelo
el agua del aljibe da la hora.

Todo ha sido cantado;
quizá un tapiz se teje en el pasado.

En “Mito y poesía”, un texto en prosa que figura como introducción de Carta imaginaria (1998), escribe Quessep estas palabras que podrían aplicarse a toda su poesía :

El poeta no teme a la nada. Sabe la lengua del coloquio de los pájaros, que aprendió Adán en el Paraíso terrenal. Y sabe, también, que la poesía es una danza, y que hay un arte de pájaros en su asombro y en su vuelo. Los ojos del poeta están tejidos de un cristal mágico; en su pasión tienen la esfericidad de los cielos y de su música extremada. A medida que se distancian de lo real, hallan la verdad de la poesía, o duración de las fábulas, que es el alma. El poeta, que no lo ignora, pone en juego su ser; pero, si quiere perseverar en éste, debe entregarse a la única ley que rige la creación poética: la palpitación del abismo. Y el abismo es el centro del universo: están en él las constelaciones, pero también la rosa, «espejo del tiempo», semejante a la luna en la metáfora del místico persa. Belleza o abismo, palabra y música: encantamiento total, orden del espíritu que descubre la ciencia del amor y abre las puertas de lo desconocido.

NTS, www.notesalves.com/modules.php?name=Literatura&file=libros&op=LiteraturaVerLibro&id_libro=82

MURIÓ EL POETA VENEZOLANO JOSÉ BARROETA

El lunes 5 de junio murió, en la ciudad de Mérida, el poeta venezolano José Barroeta, víctima, a sus 64 años, de cáncer en el cerebro, tras una dilatada agonía durante la cual, a finales de mayo, llegó a anunciarse su muerte por error en algunos medios venezolanos.
Pepe Barroeta, como se le conocía, era uno de los fundadores de la prestigiosa revista Poesía, de la Universidad de Carabobo (UC). Nació en 1942 en Pampanito, Trujillo, donde cursó la escuela primaria y el bachillerato. En la Universidad de Carabobo se graduó de abogado y fue director de Publicaciones.
Animador cultural por excelencia, estuvo vinculado al movimiento artístico de Valencia, Carabobo, contribuyendo con la UC en la formación de instituciones de la casa de estudios como su Dirección de Cultura y la mencionada revista Poesía, al lado de intelectuales como Alejandro Oliveros, Eugenio Montejo, J. M. Villarroel París, Teófilo Tortolero y Reynaldo Pérez So.
Luego de residir en Caracas, Barroeta se estableció en Mérida, donde fue decano de la Facultad de Letras de la Universidad de Los Andes (ULA) y muy distinguido profesor de Literatura.
Durante su tiempo de residencia en Caracas, fue uno de los líderes del grupo de poetas bohemios reunidos en lo que se denominaba “la República del Este”. En 1968 publicó su libro esencial, Todos han muerto, con un lenguaje “rico en imágenes telúricas, de un ritmo arrebatador y envolvente”, como lo define José Napoleón Oropeza en su libro El habla secreta.
Entre sus libros están Obra poética 1971-1996 (Ediciones El Otro, El Mismo, 2001) y Presencia lírica completa, que recoge los libros Todos han muerto (1971), Cartas a la extraña (1972), Arte de anochecer (1975) y Culpas de juglar (1996).
Durante la próxima Feria Internacional del Libro Universitario (Filu), que se inició en Mérida ayer y termina el próximo 25 de junio, se le rendirá un homenaje al poeta y se presentará un libro que reúne sus cinco poemarios, más uno nuevo.

Fuentes: El Carabobeño, El Universal, La Cadena Global
www.letralia.com/143/0605barroeta.htm

POESÍA Y DESTINO
EDGARDO DOBRY

L
a obra del venezolano José Barroeta se circunscribe en el espectro simbolista y surrealista, pero sin caer en la euforia adjetival propia de muchos. Unos poemas dolorosos con risa ronca.
La poesía del venezolano José Barroeta (Trujillo, 1942-Mérida, 2006) está ya delineada en su primer libro, Todos han muerto (1971), que da título a esta Poesía completa: su fraseología libre y precisa del ritmo psíquico, pautada por la evocación de los familiares muertos como cifra de la infancia y el origen perdidos, cercana a César Vallejo pero casi dando un rodeo por el mundo de fantasmas de Juan Rulfo: "La última vez que visité el pueblo, / Eglé me consolaba / y estaba segura, como yo, / de que habían muerto todos". Era poco más que un adolescente cuando lo escribió -a los diecisiete años participó en un recital con Pablo Neruda- y el aura de Rimbaud se inscribe en él. Toda su obra formará parte del espectro simbolista y surrealista que se abrió en Venezuela tras la publicación de Elena y los elementos (1951), de Juan Sánchez Peláez. Sin embargo, la mezcla inestable de dolor y de risa ronca que hay en su verso, el intenso eclipse de subjetividad y materia que lo recorre, lo mantuvieron a salvo de la euforia adjetival en que, con frecuencia, incurrió la descendencia americana de la Nadja de Breton. El humor amargo está dilucidado en la concisa e inteligente "presentación" que Eugenio Montejo escribió para este libro. Y en la fórmula señalada por Víctor Bravo en el excelente prólogo: "El movimiento [característico de Barroeta] entre el orfismo y su parodia".
Fue acaso el último poeta maldito, ese que nunca dejó de pertenecer a la "pandilla de Lautréamont", tal como se denominaba el grupo caraqueño formado a principios de los sesenta. La misma historia de este libro acentúa ese viso de fatalidad: Todos han muerto iba a ser una selección de poemas espigados de los cinco libros que publicó hasta 1996. Pero en diciembre de 2005 al poeta le diagnosticaron una dolencia ya incurable. Consciente de que le quedaban pocos meses, trabajó en su última colección de poemas, Elegías y olvidos, y sus editores barceloneses decidieron transformar la antología en una obra completa. Fue el último episodio de una vida transcurrida en la ebriedad, la melancolía y la entrega a la poesía como destino irrenunciable: "Tú no perdonas a quien eriges", dice en El vicio, refiriéndose al mismo tiempo a todas esas "rutas inequívocas".
La figura de Ulises está presente no tanto como el festejo del viaje a lo Kavafis sino como la búsqueda de un origen perdido en el mundo y que el poema puede atisbar: el poema, en efecto, es eso que sucede cuando "todos han muerto", en un espacio anterior o posterior al tiempo: "Mi madre Emilia Paolini, nieta de un italiano / aventado por hambre y destino / de la isla de Elba a los valles calientes de Trujillo", escribe. Es la ascendencia dolorosa e irrisoria del americano, del hijo de inmigrantes que parece nacido a un idioma más que a una tierra, o -mejor- a un perpetuo y complejo ejercicio de registrar la fricción entre un idioma y una tierra que no acaban de amoldarse. De ahí su intensidad, esa cadencia que, una vez leída parece destinada a resonar como un péndulo en el oído y la memoria.

Babelia, supl. de El País, 25 de agosto de 2007

TODOS HAN MUERTO. POESÍA COMPLETA (1971-2006)
Presentación de Eugenio Montejo. Prólogo de Víctor Bravo. Barcelona, Candaya, 2007 (Poesía, 6), 460 pp. Incluye CD con la voz del autor

Todos han muerto (1971-2006) recoge la obra poética completa (incluido el inédito y esperado Elegías y olvidos) de José Barroeta, una de las voces más profundas y turbadoras de la poesía hispanoamericana contemporánea. En Venezuela, la crítica literaria coincide en considerar la publicación de este libro, tercera obra poética completa de un autor venezolano que se publica en España, como “el acontecimiento literario del año”.
Eugenio Montejo, en la presentación del libro dice: “En la poesía de José Barroeta se percibe la presencia de algunos versos dados, de esos infrecuentes versos que parecen imponérsele a un poeta de modo autónomo y con pleno adueñamiento de su voz. Los versos dados, cuando realmente aparecen en la página, guían al conjunto de la composición y en cierta forma la ordenan, pues son éstos los que aportan las respuestas antes de que las preguntas lleguen a formularse. Marina Tsvietáieva va aún más lejos al afirmar que “uno de los indicios de la falsa poesía es la ausencia de versos dados”.
Y Víctor Bravo en el prólogo: “La poesía de Barroeta se expande en una sucesión de correspondencias que sorprende al lector verso a verso y que hace del poeta, en la mejor tradición de Rimbaud, un iluminado. Lezama Lima decía que el nacido dentro de la poesía siente el peso de lo irreal y que la poesía sustantiva lo invisible. El poeta José Barroeta, ya en sus primeras obras, pero de manera deslumbrante en Elegías y olvidos, su último poemario, se asume como la voz poética de los ausentes. Desde el vacío del vivir, desde la pérdida implacable de lo amado, desde el desgarramiento silencioso de las horas que pasan, el poeta nos enseña que la única promesa de felicidad, que el único lugar para sustantivar lo ausente, es la plenitud del poema”.
José Barroeta murió el pasado 6 de junio, cuatro días antes de la publicación de este libro. Como ejemplo de los homenajes que ha recibido, destacamos que El Nacional le dedicó integramente su suplemento literario, hecho que no ocurría desde la muerte del novelista Miguel Otero Silva, fundador del diario.

www.candaya.com/todoshanmuerto.htm

EL CAPITÁN
Al capitán de capa roja y bucles azules se lo llevó muy lejos el viento del puerto. Regresó con sus navíos colmados de sedas y pudo sentarse cerca de su mujer y sus hijos en el palco de toros.Su mujer, ya vieja, no lució las bellas telas y sólo el hijo mayor, ducho en cetrería, las aireó en los prados.Acompañado de su hija, todavía doncella, hundió naves y sedas y pedrerías y el recuerdo de sus viajes.

TODOS HAN MUERTO
Todos han muerto.
La última vez que visité el pueblo
Eglé me consolaba
y estaba segura, como yo,
de que habían muerto todos.
Me acostumbré a la idea de saberlos callados
bajo la tierra.

Al comienzo me pareció duro entender
que mi abuela no trae canastos de higo
y se aburre debajo del mármol.

En el invierno
me tocaba visitar con los demás muchachos
el bosque ruinoso,
sacar pequeños peces del río
y tomar, escuchando, un buen trago.

No recuerdo con exactitud
cuándo empezaron a morir.
Asistía a las ceremonias y me gustaba
colocar flores en la tierra recién removida.

Todos han muerto.
La última vez que visité el pueblo
Eglé me esperaba
dijo que tenía ojeras de abandonado
y le sonreí con la beatitud de quien asiste
a un pueblo donde la muerte va llevándose todo.

Hace ya mucho tiempo que no voy al poblado.
No sé si Eglé siguió la tradición de morir
o aún espera.

AMAPOLA
Cuando me encuentre con el sucio otoño y el paño
primaveral.
Cuando estés tú desnuda sobre los cráneos que amaron
y los fervientes estemos muertos,
y las hojas sean mías sobre esa colina. Oh, amapola.
Cuando mi alma atraviese la Estigia y mi memoria teja ruidos
en el vacío.
Cuando tú y yo amapola
conozcamos a Vivaldi y a Enrique Ibsen. Y yo duerma sobre ti
y tú sobre mí. Oh, amapola,
oh dulce y bella flor mía.

LAS VISIONES DEL SOÑADOR
JOSÉ LUIS SOLÍS

U
na visión contrita, pesarosa y deslumbrante se cierne en esta serie de poemas de Román Guadarrama. Entre la brevedad y la pasión, la poesía de Los ojos de los sueños se desgaja con la contundencia de una voz que cuestiona y pregunta en torno a las contradicciones de la vida y su florecer perenne, no obstante que asume su condición limitada y fortuita.
El poeta alude al pecado original, no para arrepentirse, sino anhelarlo y desearlo con vehemencia. La confrontación queda establecida: el poeta intentará ahondar en los linderos de lo divino para ser escuchado, en donde lo inefable e imperecedero pudiera confundirse con la vanidad y el sinsentido del mundo. Por ejemplo, en “La mayor respuesta” se afirma lo siguiente: “Rebota la idea divina/ en los gajos del cerebro;/ encuentro la solución de un problema eterno./ Después la revelación/ desaparece furtiva,/ se desperdicia de súbito,/ la respuesta de mi vida”. Efectivamente, el poeta encuentra la respuesta a sus preguntas, pero la respuesta pierde relevancia en cuanto es conocida, y más bien se alude a la presencia tangible de lo natural, espontáneo y mensurable: “Busco y encuentro,/ y ya no exploro,/ hallé lo que quería:/ Miro sin pensar,/ hablo sin la voz,/ palpo sin la piel:/ como la palmera se enciende con el sol”.
El poeta remite a su propia conciencia de sí, al desdoblamiento de su persona para responderse a sí mismo ante las interrogantes de la vida. Sabe que no hay nada nuevo bajo el sol, como enuncia “El Eclesiastés”, y sin embargo insiste en indagar las circunvoluciones de su alma, así sea una simple y vulgar onomatopeya (“La perla”). Esta certeza inunda al poeta como la consistencia del agua moja a quien se arriesga a hundir sus pensamientos en lo numinoso y desconocido. De ahí el terror de no tener los pies en la tierra al perseguir “sueños fulgurantes”, francas “ilusiones, trampas del tiempo” (“Los ojos de los sueños”).
Una y otra vez surge el mismo cuestionamiento soterrado: “¿quién soy?, ¿para qué existo?, ¿he vivido?”. Una y otra vez se presenta la imagen contundente del poema, como en “La batalla de Ulises”: “Camino por los mares del silencio/ sin la tentación de las sirenas”, o en “La flor”: “En mi pecho/ nace el sol,/ rezo un salmo,/ brilla la flor”. La búsqueda interior se torna un interminable viaje al fondo de sí mismo para escuchar las resonancias del eco en las oscuras cavernas de la conciencia. Detrás o debajo de esta conciencia subyace Dios, la eternidad, el amor o la nada, la inacción misma (Wu Wei) que proclama el taoísmo: “La mente cesa el molino del tiempo,/ el cielo se ocntela en plena tarde,/ la dicha desborda los diques del cuerpo,/ la vida transcurre sin los combates” (“El instante gozoso”).
La voluntad del poeta parece quebrarse en la incontinencia de lo temporal, en la misma expresividad de las palabras o en el desorden evidente de las cosas. Las palabras tienen el espesor y consistencia de la piedra, así también su fuerza y su posible daño. La transmutación vale asimismo para el hombre. No es gratuita, pues, la veleidad y humildad -al mismo tiempo- del poeta: “Si yo tuviera un camión de carga/ cobraría la ida o la vuelta,/ marcaría el día o la semana,/ y tendría el pudor de no sentirme poeta”.
Los ojos de los sueños, de Román Guadarrama, descubre una íntima manera de mirar la cosas, con los ojos del niño quizá, pero nunca con los del adulto, lleno de prejuicios, presuntuoso o señero. Una poética del descubrimiento y el reconocimiento interior surge incontrovertible y serena, afincada en la añoranza de lo divino o en los placeres del amor arrebatado. La vida se presenta, entonces, tal como es, plena, presencial, llena de angustia y de final reconciliación.

Román Guadarrama, Los ojos de los sueños, México,Ediciones Arlequín, 2007.
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